UN PASEO POR LA CIUDAD  – 8a –

Hoy he tenido un día muy distinto a lo usual. Aunque era una jornada laboral, no he ido al colegio, pues según sus normas, cada profesor tiene derecho a un día laboral libre al mes, con tal de que la organización del Centro pueda cubrir su ausencia en su planificación mensual. Esto quiere decir que al principio de cada mes hemos de informar a la dirección cuando pensamos librar.

Este ha sido pues, mi día libre del mes de octubre.

Voy a contarte como me ha ido.

Me levanté a la misma hora de todos los días y marché hacia el centro de la ciudad. La mañana tibia de un tardío verano otoñal invitaba al paseo.

Cuando salí del metro, pude observar que aquella amplia avenida estaba concurrida por mucha gente a pesar de la hora tan temprana, eran las ocho y media. Personas que marchaban con apresuramiento a su trabajo o a cualquier otra gestión, algunas señoras que arrastraban el carrito de la compra caminando con más o menos agilidad, otras parecían que se lo tomaban con más sosiego e iban resueltas a comenzar la mañana husmeando en algún que otro comercio que ya empezaba a abrir sus puertas, gentes desayunando en las terrazas de las cafeterías, otras que habían sacado al perro para dar la vuelta matutina…

Me puse a caminar sin rumbo, distrayéndome con el movimiento que circulaba a lo largo de la avenida. No tenía ningún plan, me interesaba sólo perderme entre la gente, observarlas y sacar mis conclusiones.

 La mañana, con su agradable temperatura y su luminosidad, resultaba tan acogedora que desvanecía cualquier otra intención distinta a la de dejarse llevar disfrutando del paseo bajo el cálido sol de otoño.

Caminaba observando distraídamente. Me llamó mucho la atención por lo novedoso, un ciego que pasó conducido por un gran perro. El sujeto lo tenía asido con la mano derecha por una correa y con la izquierda se ayudaba por un bastón. El animal se paró para cruzar la calle en el mismo paso de peatones y esperó ser avisado por el sonido de una música que le indicaba el cambio de luz del semáforo. En cuanto ésta comenzó se puso a caminar arrastrando tras de sí al ciego. Un taxi se detuvo a recoger a una señora que le hacía señas desde la otra acera. Los coches pasaban en bandadas, corrían como si vinieran perseguidos por un fuego, para detenerse al unísono por toda la calzada unos minutos más tarde en el siguiente semáforo, esperaban la señal agrupados, enseguida desaparecían avenida abajo y arriba para dejar espacio a otra nueva oleada de vehículos que llegaban a todo gas y se detenían para dejar pacientemente paso a la multitud de peatones que cruzaban la calzada.

En esto estaba, cuando vi que alguien desde su coche parado en la otra orilla de la calle, trataba de llamar la atención tocando el claxon y sacando la mano haciendo señales en mi dirección. Me volví mirando a mi alrededor por si alguien se percataba de la llamada. Por fin aquella persona se decidió a salir del coche y gritó:

—¡Eh Kay, cruza!

Era Ana, mi vecina la periodista. Me apresuré a lanzarme hacia allí, antes de que el semáforo me lo impidiera. Cuando llegué, ella se estaba metiendo otra vez en el coche. Los conductores de detrás comenzaban a inquietarse.

 —¿Estás de día libre? —me preguntó apresuradamente—. Sube que no puedo pararme por mucho tiempo.

Ya ves —dije mientras me acomodaba—, estoy por aquí curioseando la ciudad.

—Si no tienes ningún rumbo fijo —comentó mientras ponía el vehículo en marcha, pues ya no podía demorarse más—, vamos a buscar un sitio para aparcar y tomaremos algo mientras charlamos.

Nos metimos por una calle secundaria y enseguida encontramos un espacio para el coche. Comenzamos a caminar y con naturalidad me cogió del brazo. Su cara sonriente y su aire desenfadado hacían buen juego con la luminosidad de la mañana.

—Si no tienes nada mejor que hacer, te invito a que vengas conmigo, te prometo un día interesante.

—¿De veras? ¡Esto es una tentación!

—Pues consiente que no te arrepentirás. ¿Has desayunado? —me preguntó al tiempo que nos metíamos en una cafetería.

—Bueno, por la mañana como poco.

—Si te apetece, puedes acompáñame, aunque sea con un café, ¡yo estoy desmayada! Me he venido en ayunas y si no tomo algo no respondo de llegar al mediodía.

Nos sentamos en una mesita redonda para dos, cerca del ventanal que daba a la avenida.

—¿Qué van a tomar? —nos consultó una joven camarera.

—Yo un café con leche y una tostada con mantequilla y mermelada.

 —¿Y Usted?

Yo un café. Por favor.

—¿Solo o cortado?

—¿Cómo dice?

—Que si quieres el café solo o con unas gotas de leche o crema —me aclaró Ana.

—¿Eso es cortado, con leche o crema?

—Sí.

—¿Está bueno?

—Pruébalo.

—Está bien. Tráeme con crema. Por favor.

—Y ¿qué es eso tan interesante que llevas en tus manos? —le requerí en cuanto se marchó la camarera.

 Ella titubeó un poco y se miró las manos. Después de unos instantes se echó a reír y me contestó:

—Sin duda te refieres a lo que voy a hacer hoy ¿no?

—Sí, yo no comprendo por qué gracioso.

Volvió a reírse antes de continuar.

—¡Eres genial! No entendí tu expresión cuando hablaste de algo que tenía en las manos. Por eso me reí.

 —¡Oh lo siento! Tú dices que es algo interesante.

—Sí. Creo que te va a gustar. Se trata de venir conmigo a una cita que tengo cerca de aquí, con un médico forense. Le he pedido una entrevista sobre los abusos y mal tratos ejercidos en menores. Luego iremos a una rueda de prensa en la universidad a las 12:30. Y si no nos dan ningún susto llamándome para algo importante, podremos comer en la misma universidad, así puedes conocer el ambiente estudiantil de nuestros jóvenes. Por la tarde ya haremos planes. ¿Qué te parece el programa?

La verdad que soy contenta. Ya sabes que me gusta mucho conocer vuestro ambiente.

—Por eso no he dudado en invitarte, en cuanto te he visto vagando aburrida por esta alocada ciudad.

—Dime, ¿qué es un médico forense? —le pregunté cuando subíamos en el ascensor.

—Es un médico que trabaja en los tribunales jurídicos, ayudando a los jueces con su criterio ante los casos penales.

Una vez ante el forense, Ana comenzó la entrevista activando su magnetofón. Por supuesto que yo también tenía conectado el mío:

—El tema que nos ocupa es siempre interesante pues, aunque los derechos del menor están ahí, ¿no le parece que debemos de sensibilizarnos con más información ante tan grave y real problema?

—Pienso que sí. En mi opinión y con la experiencia de tantos años en este trabajo, puedo asegurarles que no son pocos los casos en los que la violencia sobre los niños llega a causarles lesiones indelebles físicas, e incluso psicológicas, y éstas son aún más difíciles de tratar.

—¿Podría indicarnos los actos más significativos de violencia?

—Son muchos. Algunos increíbles de imaginar. Pero por señalar algunos enumeraré la violación, abusos deshonestos, malos tratos y lesiones físicas, agresiones y acometimientos, acoso psíquico con amenazas e insultos… en fin, un sin número de tratos violentos. Hay una larga lista de la que quizás lo más penoso es la secuela psicológica que puede marcar a la víctima para toda su vida.

—¿Hay muchas denuncias por estos delitos?

—Por desgracia no todas las que deberían ser. A pesar de que nuestra legislación les protege, existe una enorme desproporción entre los casos reales de daño a menores y aquellos que llegan a los tribunales.

 —¿Qué pasa cuando son dañados de gravedad?

—Normalmente a nosotros suelen llegarnos los casos peores. Cuando las agresiones son leves, se pueden ir ocultando, pero si se les va la mano ya es más difícil.

—¿A qué se refiere?

—Verá, cuando un menor es presentado al médico, generalmente va acompañado por la madre o en su ausencia otra persona adulta, y esta trata de justificar las lesiones como resultado de una caída o cualquier otro accidente.

 —¿Quiere decir que siempre es encubierta la causa?

 —Generalmente, cuando la agresión se produce en el ámbito familiar sí. Esto se explica porque saben que el doctor está obligado por ley a denunciar el hecho a la justicia, cosa que no suele favorecer a la acompañante de la víctima.

—¿Se dan muchos casos de violencia fuera del entorno familiar?

—También los hay, pero éstas son más fáciles de detectar, porque suelen ser denunciadas por los mismos familiares, a no ser que el agresor tenga un poder dominante sobre ellos y se vean forzados a guardar silencio.

—¿Cuáles son los mecanismos que generan estos abusos y violencias?

—Normalmente son mecanismos psicológicos de dominio y agresividad que instigan al menor por la fuerza hasta llegar a la violencia si se tercia.

—También puede darse el caso de un sentimiento de frustración ¿verdad?

—Pues sí. Este es sin duda, uno de los motivos más complejos. Cuando el adulto advierte que sus deseos o apetencias no se realizan, su reacción es de deshacerse del obstáculo que se interpone entre él y el deseo. A veces es un fracaso real de ilusiones puestas en el menor, pero no siempre. E incluso se da el caso de que la víctima es el blanco de un desahogo o revancha contra el más débil, aunque él no sea el verdadero causante de dicha frustración.

—¿Y qué me dice de los acosos psicológicos?

—Esto es más difícil de detectar si no va acompañado de mal trato físico, pero son sin duda tanto o más peligrosos, al tener tan pocos recursos de defensa. El menor desprestigiado, humillado y lastimado, que se sabe no querido y despreciado en su entorno, nunca sabrá valorarse como persona, su autoestima queda completamente destruida.

—¿Son más frecuentes los daños causados por el sexo masculino?

—En mi trabajo al servicio de la justicia, he podido comprobar que casi nunca es la mujer sola la causante de estas agresiones, aunque a veces exista consentimiento o coparticipación de ambos, suele ser más frecuente el trato abusivo por parte del hombre.

—¿Qué consecuencias traumáticas señalaría como las más relevantes?

—La violencia engendra violencia. Un niño que ha sido víctima es en potencia un futuro agresor. Son muchos los casos de adultos que, al estudiar su historial, descubrimos que fue mal tratado en su infancia.

—¿Qué nos puede decir de la muerte de menores por esas agresiones?

 —Sí. Por desgracia también puedo señalar homicidios, parricidios o incluso accidentes que provocan la muerte como resultado de los malos tratos.

—Supongo que habrá conocido casos escalofriantes. ¿Qué les pasa a esos adultos?

—Por lo general suelen ser problemas patológicos, y a veces llegan a acciones verdaderamente macabras. Pero, como siempre, la víctima es el más indefenso. Además de los malos tratos, hay bebés que son echados a los contenedores de basura; otros que son vendidos para ser material en el tráfico de órganos, o para ser adoptados ilegalmente; o simplemente se les abandona a malvivir en las calles.

—¿Por qué tener hijos para eso? —me atreví a decir.

—Eso mismo estaba pensando yo. ¿Dónde quedan los sentimientos de esos padres? —comentó Ana.

—Sí, verdaderamente es incomprensible que se llegue a esas bajezas, pero por desgracia mi experiencia profesional me lo confirma.

—¿Cuáles son los pasos por seguir para denunciar estos crímenes?

—Primero hay que acudir al médico, después, denunciar el caso ante las fuerzas de seguridad. Desde ahí se verá atendida la víctima por el jurado y será reconocida por el médico forense quien legalizará el diagnóstico de las lesiones.

—¿Cuál es la función concreta del médico forense?

—Somos facultativos que pertenecemos al Cuerpo Nacional de Peritos Médicos, adscritos al Ministerio de Justicia. Nuestra función es asesorar a jueces, magistrados, tribunales y fiscales en materias propias de nuestra especialidad.

 Después de agradecer al doctor la atención que nos prestó, nos dirigimos en coche a la universidad para asistir a la rueda de prensa en la facultad de ciencias.


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